Marco A. Macía – Pasando el puerto
Ahora que el bueno de Gaspar está de enhorabuena por sus bien llevados quinientos un años y la Catedral brinda por su primera piedra en cifras redondas es buen momento para recordar aquella talibanada de vaso de agua que, con la boca pequeña, dicen que ocurrió hace más de cuarenta años. Entonces el turismo no era de masas, sino de goteo. Cuentan que dos mujeres ligeras de ropa pidieron ver el interior de la Catedral. El sacristán, celoso de lo suyo y con arraigados principios, prohibía el paso si se enseñaban los hombros o la exhibición de piel atacaba al recato, la moral y las buenas costumbres. Por lo que aquellas turistas tuvieron que taparse para disfrutar del retablo. Ya cubiertas y ante ese catecismo policromado cuentan que una protestó sorprendida por la contradicción de ser obligada a taparse cuando delante de ella se mostraban varios metros cuadrados de piel desnuda. Tallada, pero desnuda. El sacristán, que era de la escuela cartesiana, les dijo: señoras, el día que ustedes sean de madera podrán entrar como quieran, pero mientras tanto a la Catedral sólo se pasa como Dios manda. Nadie sabe cuánto duró la visita, pero es sabido que no hubo más debate.