Marco A. Macía – Pasando el Puerto
Pues ha llegado el frío de verdad. El que amanece rotulando los cristales de los coches para que los niños sueñen con una nevada completa. El que se queda en los recodos asombrados de cualquier callejón componiendo con la helada de cada noche un mil hojas hasta abril. El frío que mata a las moscas y perfila las azoteas en la acera usando al sol como pincel. El frío como único compañero de quien madruga por obligación o porque le mandan. El frío que traspira en las piedras sin revoque de las casas en obras, mientras que un peón fuma el primero estirando el cuello para comerse el primer rayo de sol. Las puertas de un bar abierto son las cancillas del cielo cuando se han congelado las llaves en el bolso. Los troncos de los árboles sin hojas la vana confianza en que, algún día, volverá a desearse la sombra. Desde la muralla se ve a la misma temperatura la cumbre de El Teleno y el tejadillo del convento de Santa Clara, donde no sobra la chaqueta ni en julio. Y siempre el mismo guante, impar y con colores chillones para asegurar que no se pierda, apoyado en el murete a la altura de los ojos, esperando otro desolador cambio climático.