Juan José Alonso Perandones – La Tolva
De la palabra rosca, conocida ya en 1300 con el significado de un bollo o pan cuyo centro está vacío, deriva el aumentativo roscón. Se cumplió, en el año despedido, el trescientos aniversario de la primera cita, conocida, de este dulce, a propósito de un jumento que comía tan satisfecho la paja o el heno “que a pechugas le sabe y a roscones”. Su evolución desde la “massa”, mezcla de agua y harina, a la elaboración popularizada a principios del XIX —cada huevo requiere una cucharada sopera de azúcar y de harina— nos es desconocida. Alonso Garrote recuerda cómo en Nochebuena, por los años de La Gloriosa, este dulce predilecto llegaba a la mesa familiar en una gran bandeja con la ‘chimenea’ rellena de almendras, de caramelos, y coronada por una pera dulce; en su derredor se colocaban los turrones y pasteles. El roscón es golosina que iguala a pobres y a ricos. Comprar hoy un molde acanalado está al alcance de cualquiera, pero hasta bien entrado el pasado siglo las personas más humildes se valían de una lata grande, a la que el hojalatero le acoplaba el tubo central. Había quien adquiría el roscón en las tahonas o confiterías, pero no faltaban mujeres que hacían el batido en la habitual panadería, para cocerlo en su horno. Con menor consumo, el roscón sigue conservando su nombre, sabor y esencia; hoy prima el artificioso de Reyes, importado con posterioridad, nada tiene de esponjoso, y muchos poco de natural.