Marco A. Macía – Pasando el puerto
Una de las peculiaridades más misteriosas de nuestra mente es la de tener fe en algo. Cada cual tiene fe en lo que considera más adecuado por razones que en ocasiones nacen de la propia fe, envolviéndose así todo el razonamiento en un bucle infinito. Tener la convicción de que las cartas del tarot reflejan tus próximos noviazgos, la curación del gato o la victoria de tu equipo. Tener la convicción de que los extraterrestres están entre nosotros con forma humana por motivos que sería muy largo explicar en este espacio tan pequeño. Tener la convicción de que el día será un desastre o glorioso dependiendo de qué pie toque primero el suelo cada mañana o por dónde salga volando una madrugadora avutarda. Tener la convicción de que, tras la muerte, pasarás un larguísimo periodo de convivencia embelesada con el mismo dios, un coro de huríes o reencarnado en salmonete, todo ello según la doctrina en la que cada cual milite. Tener la convicción de que sólo mi razonamiento es el correcto y el resto de la humanidad -lástima de ellos- está equivocada por el doble motivo de no hacerme caso y de no aplaudir la verdad que yo sólo poseo. Esta última fe es la más extendida y, sin celebrar procesiones ni ritos que refuercen su identidad, levanta un templo en cada individuo. Y con todo este lío ahora, para colmo, un boquete en la muralla. Algo significa.