Marco A. Macía – Pasando el puerto

Aunque las tardes de este veranillo de epílogo con posibles parezcan reales, los dos sabemos que son un pastiche. Una filfa. Un bic de los chinos. Así todo, consuela ver que aún quedan nietos que se agarran con fuerza a las manos de los abuelos para dar una vueltina por el Jardín, igual que en verano pero antes de ponerse con los deberes. Como hoy se pare tan viejo, sabes que son abuelos porque ellos llevan la mochila combinando, mal que bien, a La Patrulla Canina con las chaquetas de espiguilla o a Doraemon con la imposible raya central en las perneras de los vaqueros. No hay mayor complicidad ni salto generacional más vertiginoso que un paseo con el abuelo al salir de clase hasta colmatar de arenilla las zapatillas de cierre de velcro. Al llegar al cubo de San Andrés, giro de trescientos sesenta y, como gatos sigilosos, volver a pisar por donde se dejó huella hace unos segundos. Antes de cruzar la reja se han clavado varias miradas en los troncos de los árboles y en las aristas del templete. Allí esperarán hasta que mañana, si vuelve a quedar buena tarde, se amarren con otras nuevas y con otras pasado si no llueve, hasta que un día, tan impredecible como la muerte o el fin del verano, pasen a ser sólo recuerdo. Como siempre están ahí, no les prestamos atención y pasan desapercibidos, pero en realidad los árboles de la Sinagoga son mucho más que troncos majestuosos. Son árboles genealógicos.